viernes, 2 de enero de 2015

El Mar de Tranquilidad: Capítulo 22

Thiago

—¿Cómo aprendiste a cocinar?

Sus piernas están colgando desde la encimera de la cocina, no desde mi banca de trabajo como siempre. Ella come aquí todo el tiempo ahora. A veces ayuda. A veces observa. Siempre habla.

Abro una compuerta por encima del refrigerador donde mi mamá guardaba todos sus libros de cocina. Ella alza la mirada. En realidad solo usé unos cuantos, pero el gabinete está muy lleno.

—¿Aprendiste a cocinar leyendo todos esos libros de cocina? —Alza sus cejas.

—¿No es así cómo lo hace la mayoría de gente?

—No todos los chicos de diecisiete años.

Hay un silencio en el que ninguno de los dos dice nada.

—Si apesta, ¿podemos ordenar pizza? —pregunta, rompiendo el silencio.


—No apestará —respondo.

—¿Confiado, verdad? —se burla.

—He cocinado por bastante tiempo.

—¿Por cuánto?

—Tres años—. Fue justo cuando mi abuela se puso enferma y ya no pudo hacerlo más. También tuve que aprender a usar la lavadora y la aspiradora.

—¿Desde que tenías catorce? ¿Por qué?

—Me cansé de comer cereal seco para la cena todas las noches, así que un día saqué uno de los libros y empecé a leer.

—Yo no sé cocinar ni una mierda.

—Sabes hacer postres—. Y los hace deliciosos.

—No es lo mismo.

—Podrías aprender a cocinar si quisieras. Incluso te podría prestar un libro s deseas —digo, algo sarcástico pero ella no se ve nada entusiasmada. —No es tan difícil.

—Tal vez no para ti. No todos podemos ser tan increíbles en todo como Thiago Bedoya.

—¿Tú sabes cuántas comidas el increíble Thiago Bedoya terminó malogrando?

—Ilumíname.

—Solo digamos que no dejé de comer cereal por los primeros meses. E incluso entonces, mi abuelo y yo comíamos un montón de comida sobrecocinada y seca.

—Podrías haber comido en la casa de Simón todas las noches.

—Sí, si quería pelear con Simón todas las noches—. A pesar de ello, tiene razón, siempre estoy invitado a esa casa.

—Él es tu mejor amigo. No es que tenga ninguna duda de cómo sucedió eso.

—Estábamos juntos en el equipo de béisbol. Cuando todos empezaron a morir y todos los demás comenzaron a ignorarme, él no lo hizo. Solo siguió viniendo, incluso cuando intenté deshacerme de él. Eventualmente me di cuenta que él no se iría a ningún lado.

—Suena como Simón.

Suena como tú, también, Rayito de Sol.

—¿Equipo de béisbol? —pregunta, sonriendo.

—No duró —digo. —Una vez que me di cuenta que estaba más interesado en cómo construir un bate que balancearlo, renuncié.

Me está observando mientras yo pico vegetales, pero sé que ella no ofrecerá ayuda con nada que envuelva manos y cuchillos filudos.

—También malograba todo lo que preparaba al inicio —me cuenta.

—¿Cuándo empezaste?

—Cuando tenía quince.

Baja su mirada a su mano izquierda, volteándola. Asumo que ha terminado de hablar porque estoy acostumbrado a que ella responda con poca información. Pero, sorprendentemente, continúa.

—Mi mano se arruinó y tuve que hacer mucha terapia física. Sugirieron que amase masa de pan para volver a tener fuerza. En un punto, me di cuenta que si iba a pasar tanto tiempo amasando, también podía empezar a hornear.

—Más fácil decirlo que hacerlo.

—Así es. La primera vez, creo que no se levantó la masa para nada. Solo era esta cosa plana, como un disco. Mi papá se lo comió de todos modos y dijo que no estaba tan mal. Hubieses visto su rostro intentando masticarlo. No sé cómo lo hizo—. Sonríe todo el tiempo mientras me lo dice. Estoy observando el recuerdo jugar a través de su rostro y me doy cuenta que he dejado de picar totalmente los vegetales y sólo la estoy mirando. Me fuerzo a mí mismo a picar de nuevo antes que ella lo note. —Intenté una y otra vez. Siempre había algo, simplemente no lograba que salga. Me molestaba a sobremanera.

—¿Finalmente te rendiste? —pregunta.

—No había manera de que fuera a ser vencida por una estúpida masa de pan. Así que me tomó meses hasta que finalmente lo logré—. Se encoge de hombros y mira su palma. —La mano también se volvió más fuerte.

— ¿Aún sigues horneando pan?

—Diablos, no—. Bufa, como si fuera la pregunta más estúpida. —Es un dolor en el culo. Toma demasiado tiempo. Además, me gustan las cosas que tienen bastante azúcar, de todos modos—. Inclina su mentón hacia la mesa de cortar en frente de mí. —Creo que picaste esos demasiado.

Miro hacia los pimientos rojos que he aniquilado mientras la escuchaba hablar.

—No es mi culpa que me estés distrayendo tanto—. Y me siento un estúpido luego de decirlo e intento ignorar que sucedió. Pero ella logra que todo sea mejor.

—Simón dice que soy tan sexy como el sexo—. Se encoge de hombros.

—Eso, también—. Sonrío, sin encontrar sus ojos y junto lo que queda de los pimientos rojos.

Colocamos las cosas en su lugar, Mar ayudándome en las cosas mínimas, hasta que la puerta se abre.

—Ey, ¿qué está…?

Simón se detiene a mitad de oración cuando ve a Mar. No sé si la sorpresa en su rostro es por el hecho que ella está aquí, sentada en mi cocina como si esta fuera su casa, o el hecho de que ella está casi irreconocible para él. Está usando unos pantalones cortos, con una blusa rosada, y no lleva maquillaje, además su pelo está amarrado en una cola. Se ve más joven, y justo a lo largo de la raya de su cabello hay una cicatriz, aquella que constantemente ella intenta esconder. Estoy acostumbrado a esta Mar, pero sé que Simón nunca la ha visto como una chica real, y yo nunca se lo he mencionado.

No sé si el no haberle dicho nada fue traición. Si lo fue, debería sentir culpa y hay una parte de mí que lo hace. Pero también me siento justificado. Incluso si es egoísta. Él puede estar enojado si quiere. Igual valdría la pena.

Mar se desliza de la encimera y creo que va a dejarme para que lidie con mis explicaciones, pero no lo hace. Cruza la cocina, abre el gabinete más alto donde tengo los platos, y saca otro plato. Luego coge otro par de cubiertos de la gaveta y los coloca en la mesa. Simón camina hacia la mesa, saca una silla y se sienta. No me ha quitado los ojos e encima aun. Como si estuviera intentado sacar la verdad de todo esto. Es la ilusión óptica de nuevo.

—Así que, ¿quieres introducirme a tu enamorada? —pregunta, mirándome directamente. No hay curiosidad en su pregunta, sino malicia. También puede estar algo impresionado.

—No es mi enamorada.

Le entrego a Mar los posavasos para que los coloque en la mesa y sigo cocinando con la otra. No miro su rostro a propósito.

—Bueno, en ese caso —se levanta y jala a Mar hacia su regazo, mientras ella aún coloca los posavasos en la mesa—, ¿qué hay de cenar?

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