miércoles, 28 de enero de 2015

El Mar de Tranquilidad: Capítulo 28

Thiago

Mi abuelo falleció esta mañana. Nada cambió. Pensé que, cuando falleciera, empezaría a llorar y me emborracharía y vomitaría mierda porque todo había acabado, porque él era el último. Pero no lo hice. No me rompí, no hice huecos en la pared, no empecé peleas en la escuela. Solo continué como si nada hubiese sucedido, porque todo era increíblemente normal. 

***

—¿A dónde vamos? —pregunta Rayito de Sol cuando sube a mi auto. 

No me siento bien en mi garaje, a pesar que mi lugar de trabajo es todo para mí, no me ofrece nada hoy. Prefiero irme por un rato así no tengo miedo de haber perdido ese escape también. Realmente no sé a dónde iremos, solo quiero irme.

Conducimos por un largo rato. No he dicho nada desde que nos subimos al auto. Ni siquiera respondí la pregunta. Rayito de Sol es buena con el silencio. Inclina su cabeza contra la ventana y mira hacia afuera y solo me deja conducir.

Terminamos estirados en mi auto, mirando hacia el cielo, en un estacionamiento cualquiera.

Todavía no he empezado a contar. Me pregunto si es sólo yo o es así para todo el mundo; que cada vez que alguien muere empiezas a contar cuánto tiempo ha pasado desde que se han ido. Primero lo cuentas en minutos, luego en horas. Cuentas en días, luego semanas, luego meses. Luego un día te das cuenta que ya no estás contando, y ni siquiera sabes cuándo dejaste de contar. Ese es el momento en que se han ido.

—Mi abuela está muerto —digo.

—Si tuviésemos un telescopio, podría mostrarte El Mar de Tranquilidad. —Apunta hacia el cielo. —¿Ves? Arriba en la luna. Realmente no puedes verlo desde aquí?

—¿Ese es el motivo por el que tienes una foto de la luna en tu habitación?

—¿Notaste eso?

—Era la única cosa en la pared. Pensé que te gustaba la astronomía.

—No. La dejo ahí para hacerme recordar que eso es una mentira. Pensé que sonaba como un lugar hermoso y pacífico, hacia donde te gustaría ir cuando mueres. Silencioso y con agua por todos lados. Un lugar que te trague y te acepte sin importar nada. 

—No suena como un lugar malo para terminar.

—No lo sería si fuse real. Pero no lo es. No es un mar para nada. Es solo una sombra oscura grande en la luna. Todo el nombre es una mentira. No significa nada.

Su mano izquierda está recostada en su estómago, abriéndose y cerrándose. Lo hace todo el tiempo pero creo que no se da cuenta.

—¿En dónde crees que esté? —pregunta, aun mirando el cielo.

—En algún buen lugar, supongo. No lo sé. —Espero y ella también. —Le pregunté una vez si tenía miedo, de morir. Luego me di cuenta que era una mierda preguntarle esa clase de cosa a alguien que está muriendo, porque si no lo pensaron antes de morir, sin duda lo hacen cuando llega el momento.

—¿Se puso triste?

—No. Se rió. Dijo que no tenía miedo para nada. Pero estaba tomando muchas drogas en ese entonces, así que no era del todo él. Me dijo que él ya sabía hacia dónde estaba yendo porque él había estado ahí antes.

Me detengo porque creo que eso es todo lo que quiero compartir de la locura de mi abuelo. Él no siempre fue así. Solo al final, con las drogas y el dolor. Pero luego ella me está mirando con la curiosidad de ciento de preguntas en sus ojos y siento que debo responderle. 

—Cuando él tenía como veinte, estaba trabajando en construcción y se cayó y su corazón se detuvo así que supongo que técnicamente estuvo muerto por un minuto o más. Contó la historia como cien veces.

—¿Entonces, por qué pensaste que dijo eso por culpa de las drogas si lo escuchaste antes?

—Porque él siempre dijo que no recordaba. Todos le preguntaban si hubo una luz y toda esa mierda, pero él siempre decía que no podía recordar nada cuando se despertó. Luego, la noche antes de irse, se sentó y dijo que tenía dos cosas que darme: un consejo final y su último secreto. Y fue ahí cuando me contó que siempre lo recordaba, hacia dónde había ido cuando falleció. Dijo que recordaba exactamente cómo había sido.

—¿Qué dijo?

—Dijo que realmente no había ninguna forma o sensación. Que era como sentir sin saber. Como un sueño de segundas oportunidades. Dijo que la única parte que tenía definición era un columpio en el porche, en frente de una casa de ladrillo rojo, pero no supo qué significaba en ese momento así que no le contó a nadie. Luego me enseñó esta foto antigua de él sentado con mi abuela en un columpio en el porche, en frente de una casa de ladrillo rojo; ahí vivía cuando se conocieron.

—Eso es dulce —dice, pero se nota algo de decepción y desearía ser capaz de tocar su rostro, su mano o algo.

—Sí, eso es dulce —digo. —Aunque él no la conoció hasta tres años después que tuvo ese accidente; ese es el motivo por el que él no llegó a tiempo. Pero una vez que vio ese columpio y la casa, entonces lo supo. Supo que no tuvo que morir. Tenía que regresar así podía conocerla porque su cielo era dónde ella estaba, incluso si él no lo sabía en ese entonces. Y es por eso que él no tenía miedo. 

Me volteo para verla observar la luna, el fantasma de una sonrisa bailando en sus labios. Alzo la mirada al cielo para ver hacia dónde está viendo ella y se acerca a mí y recuesta su cabeza en mi pecho. No me importa si esto es solo porque está fría o donde estamos sentados es duro. No lo cuestiono, solo envuelvo mi brazo a su alrededor y la atraigo hacia mí, como si lo hubiese estado haciendo por años. 

***

—¿Fue un buen consejo? —pregunta cuando estamos regresando a casa. Su cabeza está recostada contra la ventana y está observando mientras pasa el camino.

—¿Qué?

—Dijiste que tu abuelo te dio un último consejo. ¿Fue bueno? 

Ya se puso derecha y me está mirando.

—No. —Río, cuando pienso en este. —Estoy seguro que fue el peor consejo que he recibido. Pero voy a culpar de nuevo a las drogas.

—Ahora tienes que decirme. Necesito saber qué califica como el peor consejo.

Voltea su cuerpo hacia el mío y hunde una pierna debajo de la otra.

—Él dijo que cada mujer tiene algo imperdonable, una cosa que ella nunca será capaz de dejar pasar, y para cada mujer es diferente. Tal vez es que te mientan, o que te pongan los cuernos, lo que sea. Dijo que el truco en las relaciones era descubrir qué era eso imperdonable y no hacerlo.

—¿Ese fue su consejo?

—Te advertí. 

—¿Le creíste?

—Tú dime, tú eres una chica. ¿No eres esa clase de chicas que quieren ser llamadas mujer, verdad? ¿Aunque ya casi tienes dieciocho? Eso suena raro.

—Por favor, no —dice, seca.

—¿Así que cuál es la tuya? —pregunto.

—¿Mi consejo?

—No, tu cosa imperdonable. Aparentemente debes de tener una. 

—Nunca pensé en ello. Supongo que asesinar está fuera de discusión.

—No necesariamente, pero lo diremos por ahora. Supongo que tiene que ver con amarme demasiado.

—¿Amarte demasiado sería imperdonable? 

—Demasiadas obligaciones. A la gente le gusta decir que el amor es incondicional, pero no lo es, y aunque lo fuera, nunca es libre. Siempre hay una expectativa, siempre quieren algo a cambio. Como que quieren que seas feliz o lo que sea y eso te hace automáticamente responsable por su felicidad porque no serán felices a menos que tú lo seas. Se supone que debes ser quién crees ser y sentirte cómo ellos creen que debes sentirte porque te aman y cuando les das lo que quieren, se sienten mal, tú también, y todos. Solo no quiero esa responsabilidad.

—¿Así que prefieres que nadie te ame? —pregunto.

—No lo sé. Solo digo, es una pregunta sin respuesta. 

—Peor consejo del mundo —digo.

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