martes, 10 de marzo de 2015

El Mar de Tranquilidad: Capítulo 40

Thiago

—¿Cuántos kilómetros corriste? —pregunto cuando ella regresa al garaje justo después de las diez y se quita el spray pimienta y el monitor de su muñeca.

—No lo calculé, solo corrí —jadea, mientras el sudor baja por su rostro. Coge una botella de agua y se coloca a mi lado, mirando sobre mi hombro—. ¿Qué tan lejos llegaste?

—Casi termino. Mañana lo terminaré si es que no está lloviendo.

—Puedo ayudar cuando termine en casa de Rama.

Ha estado en casa de Rama al menos dos veces en una semana este mes. Él está haciendo un tema extraño de montaje.

—Dile que te está monopolizando y me estoy empezando a poner celoso.

—Se lo hare saber—. Sonríe. —Tiene una competencia la próxima semana y le dije que este fin de semana no puedo ayudarlo así que lo haré después de la escuela.

—¿Ahí es dónde irás con él?

Asiente, tomándose el resto de la botella de agua. —Es en una galería de arte cerca de acá. Lo usan todos los años para las competencias nacionales y exponen los trabajos de los finalistas.

—¿Aún irás a casa este fin de semana?

Me gustaría que no lo haga porque ya me acostumbré a ella. Me he dado cuenta de lo mucho que apesta el cocinar solo y comer solo y ver televisión, y en general estar solo.

—Dije que lo haría.

Nunca suena feliz de ir a casa y no tengo idea de por qué, excepto que tiene algo que ver con todas las cicatrices que tiene y las historias que no me quiere contar. Cuando regresa de ahí, siempre está fuera de foco por unos cuantos días, como un holograma que sigue borrándose. Siempre ha sido así, pero es peor cuando regresa de casa.

—¿No le hablas a nadie de tu familia?

—Tú sabes que no.

Se está poniendo al estilo “ya no me hagas más preguntas”; ya es algo tan familiar.

—¿Por qué no?

—Porque no puedo decirles lo que ellos quieren escuchar. Si les hablo, tendré que mentir y no quiero.

—¿Dejaste de hablar así no tenías que mentir?

—No lo planeé. Solo quería hacerlo un día y luego lo quería un día más y así, hasta que se volvió una semana, y luego un mes y ya me entiendes.

—¿Y simplemente te dejaron? ¿No les importó?

—Si se preocuparon, pero no es como si pudieran hacer algo al respecto. ¿Qué podían hacer? ¿Sacudirme? ¿Gritarme e insister? ¿Castigarme? De todos modos nunca me fui de la casa. Realmente no tenían muchas opciones. Además, de acuerdo a mis terapistas, era una respuesta natural, lo que sea que eso signifique.

¿Respuesta natural a qué Rayito de Sol? Por favor, sigue hablando, pero no lo hace. Solo otra pieza en un rompecabezas hecho de piezas equivocadas.

—¿Mentir no hubiese sido mejor que el silencio?

—No, soy mala. No creo que hacerlo algo si es que no eres genial en eso.

Y con eso sé que la conversación ha terminado. Empiezo a limpiar y ella se sienta en una silla, esperando, finalmente notando la bolsa que coloqué más temprano.

—No quieres que mi culo en tus encimeras pero estás poniendo mierda en mi silla —bromea, cogiendo la bolsa y colocándola en el suelo, a su lado.

—Ábrela.

Ella mira la bolsa y saca la caja de zapatos, luego entrecierra los ojos hacia mí. La observo porque quiero ver su rostro cuando abre la caja. Sé que es un regalo estúpido, probablemente no es la cosa que las chicas quieren obtener. Realmente no soy experto en todo esto.

Y luego tal vez lo soy, porque su rostro se enciende cuando me ve.

—¿Me compraste botas? —dice, como si le hubiese dado diamantes.

—No te llegué a regalar nada por tu cumpleaños. Espero que encajen. Vi tus zapatos un día y vi la marca, así que lo compré ahí.

Meto mis manos en mis bolsillos y ella ya se está quitando sus zapatillas de correr y probándose las botas.

—¿Punta de acero? —pregunta.

Yo asiento.

—Y negras—. Sonríe y amo más esa sonrisa porque creo que yo logré que estuviera ahí.

—Y negras —confirmo, aunque no sé por qué.

—No las envolviste —reprende.

—Sí, esperaba que no me dijeras nada.

—Estoy bromeando—. Se ríe y podría escucharla reír para siempre.

Ella se pone de pie y examina las botas en sus pies.

—Son perfectas.

—Ahora puedes moverte bien y usar las herramientas en clase de taller.

Su sonrisa se desvanece. —No puedo usar nada de eso.

—Puedes usar algunas cosas —digo, porque quiero la sonrisa de vuelta y porque es verdad. Ella puede hacer más de lo que cree. Por alguna razón, no lo intenta—. Y puedo ser tu otra mano cuando lo necesites.

Está caminando alrededor del garaje y flexionando sus pies para aflojar las botas cuando me doy cuenta que no hay nada más sexy que esta chica en botas de trabajo negras. —Vas a tener que llevarlas a la escuela para cambiártelas.

—Olvida eso —dice, y vuelve su sonrisa—. Voy a ir con estas puestas.

—¿Así que lo hice bien? —pregunta, solo porque quiero escuchárselo decir.

—Casi mejor que las monedas en la fuente.

Se levanta y me besa, y es salado, dulce e increíble.

—No me besaste por las monedas —digo.

—No sabía que tenía permitido hacerlo.

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