domingo, 5 de abril de 2015

El Mar de Tranquilidad: Capítulo 49

Mar

No estoy segura de cuánto tiempo nos sentamos en el auto de Thiago, sosteniéndonos de las manos, rodeados de la oscuridad y arrepentimientos no dichos. Pero es lo suficiente para saber que no hay historias o secretos en el mundo que valgan sostener más que esta mano.

***

Rama me recoge a las ocho de la mañana. Así como él se ve diferente a todos los días, yo también lo hago. Me parezco más a la antigua Mar. No sé si se siente bien, pero no se siente tan mal como solía serlo.

La galería abre a las nueve y todos los finalistas tienen que estar registrados para las entrevistas a las diez. El viaje es como una hora así que vamos bien de tiempo. La entrevista de Rama es a las once, lo que me da tiempo de dar vueltas por la exhibición y observar la competencia, aunque no puedo imaginar cómo Rama podría tener una.

—Aquí —dice Rama, dándome un reproductor de mp3 que está conectado a la radio—. Me imaginé que necesitaríamos música para el viaje. Puedes elegir.

En realidad no quiero elegir, solo quiero recostar mi cabeza contra la ventana y cerrar mis ojos y pretender que estoy en camino a un restaurante italiano. Coloco la primera canción del reproductor. Mientras no sea música clásica o canciones de amor deprimentes, estaremos bien.

No regresé a la casa de Thiago después del miércoles por la noche. Cuando dejé su mano y su auto, me prometí a mí misma que la próxima vez que pisara su garaje respondería cualquier pregunta que él quisiera hacer, y quiero mantener esa promesa. Paso la mayor parte del viaje intentando alinear las palabras correctas en mi mente, arreglándolas cientos de veces, luego encuentro nuevas y empiezo nuevamente. Cuando llegamos a la galería una hora después, mis mejillas están mojadas y ni siquiera recuerdo cuando empecé a llorar. 

Rama se inscribe y luego encontramos la sala donde están exhibiendo su trabajo. Es una de las salas más grandes y hay tres artistas compartiéndola. Las imágenes de Rama cuelgan en la pared más grande. Reconozco a la mayoría de ellas. Pero es difícil concentrarme en alguna porque al centro de la pared que estoy mirando fijamente, hay algo completamente diferente. Y es abrumador.

La imagen es un mosaico de dieciséis piezas. En cada dibujo separado figura una parte de mi rostro y él la ha unido como un rompecabezas. Es obvio que esta es la razón por la que estoy aquí. Él no me la había enseñado, ni siquiera sabía que lo había hecho. Me hace querer escapar de la sala.

Un par de personas entran y comentan los dibujos y le hacen preguntas a Rama y a las dos chicas, Sofía y Miranda, cuyo trabajo también está acá. Casi intento enfrentar la pared y pretender que estoy estudiando uno de los dibujos de Sofía hasta que a Rama lo llaman para su entrevista. Una vez que se ha ido, sigo mirando el resto de dibujos. Doy vueltas por la esquina trasera de edificio hacia una de las salas más pequeñas.

Por un momento, no sé en dónde estoy. Y por tercera vez en mi vida, el mundo cambia debajo de mis pies y solo intento quedarme de pie. Porque él está aquí.

Es su rostro. Y no es una pesadilla.

No es un recuerdo. Él está aquí y me está mirando. Y yo le estoy devolviendo la mirada. Estoy de pie en medio de un momento que he temido y que espero desde ese día que recordé lo que él me hizo.

El nombre en la pared al lado de los dibujos es Juan Cruz, y el rostro en frente de mí pertenece al chico que me asesinó. Todo en mí se prende y se apaga al mismo tiempo. Soy débil y fuerte. Y estoy aterrada y valiente. Estoy perdida y encontrada. Estoy aquí y no lo estoy.

Tengo miedo de dejar de respirar de nuevo.

Él ha crecido, igual que yo, pero no hay error. Conozco su rostro como conozco cada cicatriz que me dio. Quiero correr, quiero llorar, quiero gritar, quiero desmayarme, quiero hacerle daño, romperlo, matarlo, quiero preguntarle cuál fue la razón, si es que hay alguna.

—¿Por qué? —es un susurro y un grito y lo pregunto, y no solo en mi mente.

Esa es la palabra que escojo de todas las que podía decirle. Le hago una pregunta sin respuesta. Excepto que tal vez sí tiene una. Tal vez él es la única persona que puede decírmelo. Ni siquiera sé cuál estoy preguntando. ¿Por qué lo hiciste? ¿Por qué fui yo? ¿Por qué estoy aquí? ¿Por qué estoy acá? ¿Por qué?

Me está mirando como si tuviera miedo y es la única cosa que podría hacerme feliz en este momento. Bien. Un montón de gente me tiene miedo. Las chicas en la esuela, mis padres, incluso a veces Thiago. Pero este chico es el único que quiero que me tenga miedo.

—Se supone que no deberías de recordar. 

—Tú no debiste matarme.

—No quise hacerlo.

—¿No quisiste? —Mi cerebro está sacando las palabras, intentando encontrar el significado. Pero no hay ninguno—. ¿Cómo que no quisiste hacer lo que hiciste? Me golpeaste en el rostro una y otra vez. Me arrastraste por mi cabello y lo arrancaste de mi cabeza. Me pateaste tan fuerte y tantas veces que no hubo manera de arreglar lo que rompiste. Mataste mi mano. Los huesos estaban salidos, por todos lados. ¿Lo recuerdas? 

—No—. La palabra es casi una disculpa.

—¿No? —Tampoco recuerdo cómo se veía mi mano. Solo he visto las imágenes que nadie quiso mostrarme. Pero él fue quien lo hizo, debería recordarlo.

—No todo. Pedazos.

—¿Pedazos? ¿Me hiciste esto y ni siquiera tienes la decencia de recordar? —Ni siquiera sé de dónde viene la palabra. No puedo creer que esté hablando con el chico que me golpeó hasta la muerte sobre decencia. No puedo creer que le esté hablando. Se supone que debería de estar matándolo.

—Mi hermano se suicidó.

—Lo siento—. ¿Lo siento? Le dije que lo siento a este chico. Estoy caminando a la escuela y sonriendo y diciendo hola de nuevo. No, no lo estoy. No lo estoy. No lo estoy. Me perdono a mí misma porque salió automáticamente, no quise decirlo. Le di las palabras pero no le daré simpatía. Me está mirando como si tampoco pudiese creerlo. Creo que estoy loca. No sé si esta conversación retorcida es real, pero debe serlo porque no creo que podría haber imaginado esto.

—Fui a casa ese día y lo encontré. Encontré su cuerpo—. Está hablando como si hubiese ensayado las palabras cientos de veces en su cabeza y solo ha estado esperando el momento para decirlas. Así que lo hace.

Me da el porqué. Me cuenta la historia. Al menos lo que recuerda y pienso en lo irónico que es en que se supone que yo no debería de recordar, pero lo hago, y el chico quién se supone que debe de tener todas las respuestas tiene una mente llena de espacios vacíos. Pero suelta todo como si lo hubiera estado aguantando por años y quiere salir de aquí antes que lo detenga.

Me cuenta sobre su hermano. Sobre la chica de la que estaba enamorado su hermano, que iba a la misma escuela que yo. La chica que rompió con su hermano a quién Juan Cruz culpa de su suicido, aunque él sabe, ahora, que esa no fue la razón. La chica rusa, la puta rusa. La chica que fue a buscar ese día. La chica que vio cuando me vio a mí. Solo porque yo estaba ahí. 

Y luego dice las palabras. Y no es posible para mí odiarlo más a este chico, pero lo hago.

—Lo siento. Lo siento mucho.

Mi cabeza quiere explotar. Esta no es la forma que debió de suceder. Se supone que él no debería de estar disculpándose. Se supone que debe de ser malo y yo debería de hacerle daño. Mis manos son puños. No sé de dónde viene mi respiración, solo que aún sale. Ya no puedo escuchar más de esto, porque él se está robando mi rabia y es lo único que tengo. No se puede llevar eso también. No puede hacer que no lo odie. Me quedaré sin nada.

Empieza a hablar sobre sus padres poniéndolo en terapia después del suicidio y sobre la culpa que vive con él porque nunca le contó a nadie lo que me hizo. Cómo se quedó esperando a que lo atrapen y esperando a ser atrapado pero nadie fue por él. Y él pensó que le habían dado una segunda oportunidad, que yo no morí y él pensó que estaba bien y era como una especie de un nuevo inicio. Y lo fue, solo que se convirtió en una historia de mierda.

Palabras. Muchas palabras. No necesito saber por qué se volvió malo, solo que lo fue. Absolutamente no hay ninguna parte de mí que quiere escucharlo hablar sobre su culpa y su terapia y su arte y su curación. Él no debe sentirse mejor, no necesita disculparse a sí mismo, no le daré permiso.

Y deja de hablar. He escuchado cada palabra que ha dicho y es mi turno ahora. Es mi turno para decirle todo lo que necesitaba decirle desde el día que recordé lo que me hizo. Mi turno para hacerlo escuchar. Pero no obtengo la oportunidad porque Rama entra antes que pueda descubrir cuál de las cientos de palabras en mi cabeza voy a decir primero. 

—Ahí estás —dice Rama y me mira—. ¿Ya viste todo?

Se voltea hacia Juan Cruz quién se ve cazado y me mira como si yo fuera un espectador. 

—Hola —dice Rama y se acerca para ofrecerle su mano. Quiero agarrarla y apartarla y gritarle que no lo toque. Sé lo que esas manos han hecho y no las quiero cerca de Rama—. Ramiro Ordoñez. ¿Tu trabajo?

Rama mira alrededor a las paredes que solo empiezo a notar. El arte de este chico es muy diferente al de Rama. No hay ninguna similitud, pero es increíble y quiero golpearme por pensarlo. Y luego lo veo. Y no hay palabras que existan para describir el odio que siento por él. La pintura, a un lado de una de las paredes, al final. Pero no es una pintura, es un recuerdo que nunca sucedió. No sé nada sobre arte así que no puedo decirte si es de acuarelas o acrílico. Solo puedo decirte que es una pintura de mi mano, mi mano hacia arriba y abierta al mundo, que alcanza mi cuerpo y arranca todo lo que ha quedado.

Porque en la palma, justo en el centro, es el botón de perla que nunca alcancé. 

***

Juan Cruz se ha ido y sigo esperando. Necesito encontarlo. Él dijo todo y yo nada. No dejaré que absuelva su culpa ante mí. Él tampoco me usará para eso. Él no va a hacerme cuestionar todo en lo que he creído por casi tres años y luego escapar sin siquiera escucharme. 

Quiero mi turno para gritarle. Preguntarle si sabe que es un asesino. Si lo sabe, aunque yo viví, no significa que no me mató. Solo porque me trajeron de vuelta, no significa que no estuve muerta. Solo porque lo resucitaron, no significa que mi corazón no dejó de latir. No cambia nada de lo que hizo. Asesinó a la chica prodigio del piano incluso si no asesinó a Marianella Rinaldi. Y quiero decírselo. Quiero que sepa lo que yo sé. Quiero que le duela. 

Tal vez nadie lo encontró antes, pero ahora sé quién es ahora. Conozco su nombre. Puedo encontrarlo como él me encontró. 

Y cuando lo haga, no será aleatoriamente.

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