No había vuelto. Pasé todo el fin de semana encerrada en mi habitación, esperándolo, pero nunca vino. Me había despertado el lunes por la mañana, me había vestido con tanta desesperación que casi salí corriendo hacia el auto para llegar rápido a la escuela. Cuando mi madre me preguntó: “¿Pablo no te va a recoger ahora?”, me detuve con mi mano en la perilla de la puerta, insegura de cómo responder. Había dejado que sus llamadas vayan directamente al mensaje de voz casi todo el fin de semana. Después de escuchar sus mensajes suplicantes, finalmente lo había llamado y le había asegurado que simplemente estaba en cama, enferma. Él esperaría llevarme a la escuela esta mañana. Me forcé a mí misma a sentarme y tomar mi desayuno mientras esperaba otros diez minutos más para que Pablo llegue. De alguna manera, logré mantener la apariencia de la paciencia hasta que entré a la escuela. No podía sentirlo. No estaba ahí. Los labios rojos haciendo puchero de María me aseguraron que él no se estaba escondiendo de mí. Simplemente no estaba aquí. Cada clase que pasaba sin él se sentía como un hueco negro expandiéndose en mi mundo. Pablo me observó con una mezcla de preocupación y frustración y supe que estaba tratando de entender. La última campana sonó, salí de la biblioteca y me dirigí a casa. Necesitaba que él estuviera ahí.
Pero no estaba. Se mantuvo alejado por dos días más.
En el momento en que entré a Literatura Inglesa el jueves, lo sentí. La sensación a la que me había acostumbrado era tan fuerte por su ausencia de cuatro días. Miré hacia la parte trasera del salón y ahí estaba, dándole a María su sonrisa de lado mientras trazaba la línea de su mentón con su dedo. Ella rió y ella se inclinó más cerca de él para susurrarle algo en su oído que causó que él lance su cabeza hacia atrás y se ría. Ella miró hacia mí e hizo a una mueca de triunfo. La miré a ella y luego a Peter quién parecía no mirarme para nada. La estaba observando a ella, sonriendo seductoramente. Me había besado y me había dejado sola, confundida, y luego se había desvanecido por seis días. Ahora, era como si nada hubiese pasado.
Lo miré fijamente, deseando que él también me mire, para que se dé cuenta de mi presencia. No lo hizo. Incapaz de mirar por más tiempo, me volteé y dejé el salón. Pablo aún seguía de pie, fuera de la puerta, donde lo había dejado. Estaba hablando con Victorio y volteó la mirada hacia mí con una sonrisa de sorpresa.