Cuando Ángela regresa de Italia me sorprende por completo;
he estado tan lejos de todo, tan feliz en mi mundo junto a Peter, que me había
olvidado del día en que regresaba. Se aparece en mi casa y Stefano se encarga
de contarle porque es que en dos días no he salido de casa, por qué es que mi
pelo ha regresado a su color natural y me parezco más a un ángel que nunca. Nuestra
pelea se queda de lado y ella se encarga de consolarme y alegrarme un poco el día.
- No sé qué tengo que hacer para que todo esté bien. Mi madre
no deja de decirme que tengo que entrenar, ¿pero cómo? Ya puedo volar, puedo
cargar peso, me estoy haciendo más fuerte; pero no son mis músculos lo que
necesito para hacerme más fuerte, ¿verdad? ¿Qué se supone que tengo que hacer? –
le pregunto a mi amiga
- Es tu mente lo que tienes que entrenar – dice ella – como ya
dijo tu madre una vez, tienes que despejar tu mente, concentrarte en lo
esencial, en tu objetivo. Podemos hacerlo juntas – sonríe – te ayudaré. Ya sé
que es una mierda lo que ha pasado con Peter, pero no puedes darle la espalda a
esto
Así que entrenamos. Cada mañana me levanto temprano e
intento no pensar en Peter. En los días de alerta de incendios, paso las tardes
volando en el bosque de atrás, cargando con la bolsa de deporte, así entreno
mis alas. A veces Ángela viene conmigo y volamos juntas, haciendo figuras en el
aire.
Hasta que llega un día con alerta roja de incendios. Hace frío,
así que me pongo la chaqueta de pana violeta, aquella que llevo puesta en la
visión, y salgo hacia las nubes. De pronto, me invade una ola de tristeza.
No es la tristeza de siempre; no tiene que ver con Peter,
Thiago o mis padres. Es un dolor profundo y en estado puro, como si alguien a
quien has amado toda tu vida hubiese fallecido súbitamente. Se propaga en mi
cabeza hasta que se me nubla la vista, me estremece, no puedo respirar. Empiezo
a caer, aferrándome al aire; es tal mi peso que caigo como una piedra.
Por suerte, caigo sobre un árbol; mi brazo y el ala derecha
quedan atrapados en una rama. Oigo un crujido, seguido del peor dolor que jamás
haya sentido, en mi hombro derecho. Grito mientras el suelo viene hacia mí a toda
velocidad; me cubro la cara con el brazo herido, mientras recibo latigazos,
punzadas y arañazos durante toda la caída. Me detengo a unos seis metros del
suelo, las alas enredadas en las ramas, mi cuerpo colgando.
Reconozco la presencia de un Alas Negras, lo que significa
que tengo que huir rápido de aquí. Mis alas están atascadas, y estoy segura de
que la derecha se ha roto. Tardo un rato en recordar que puedo plegarlas, así
que luego completo el resto de mi caída desde el árbol. Me estrello contra el
suelo duro y vuelvo a gritar como una loca. No puedo tomar aire, no puedo
pensar con claridad, la tristeza me nubla la mente. Eso significa que se está
acercando.
Voy tambaleándome hasta el tronco del árbol y me apoyo, jadeando,
tratando de recobrar mis fuerzas. Entonces escucho la voz de un hombre a mis
espaldas, que se acerca a mí entre los árboles. Definitivamente no es humano.
- Hola pajarito – dice y me quedo de piedra – qué tal caída. ¿Te
encuentras bien?
Me volteo muy despacio. El hombre no está a más de tres
metros, y me observa con curiosidad. Es demasiado guapo y es el mismo del
centro comercial. No es joven ni viejo, su piel no tiene ni una sola arruga ni
el menor desperfecto; su pelo es negro y brillante. No puedo correr, imposible,
ni siquiera volar. La tristeza me llena por completo, como una sombra que
eclipsa el sol; es probable que vaya a morir. Intento no pensar en Peter, ni en
Stefano, ni en toda la gente que nunca volveré a ver si este tipo me mata. Lucho
por ponerme derecha y mirarlo a los ojos.
- ¿Quién eres? – pregunto y él levanta una ceja
- Eres una pequeña valiente – responde, acercándose – soy Sam.
Y, tú, ¿quién eres?
- Mar
- Mar – repite – lo encuentro apropiado. ¿A qué nivel
perteneces? ¿Quiénes son tus padres?
Me muerdo el labio hasta saborear mi sangre. Siento una
presión terrible en la cabeza, como si él estuviera pinchándome el cerebro para
obtener la información que requiere. Tengo una imagen del rostro de mamá, y
desesperadamente intento pensar en otra cosa. Piensa en osos polares, me digo a mí misma, los ojos polares del Polo Norte.
- Podría hacer que me lo digas – asegura el ángel – será mejor
si lo haces voluntariamente
Osos polares muriéndose
de hambre. Osos polares nadando y nadando, en busca de tierra seca.
- ¿Quiénes son tus padres? – pregunta impaciente, acercándose
más a mí
Me he quedado sin osos polares. La presión en mi cabeza se hace
más intensa. Cierro los ojos.
- Mi padre es humano, mi madre es Dimidius – digo rápidamente
La presión cede y abro los ojos.
- Eres fuerte para tener una sangre tan débil – dice y me
encojo de hombros
Sólo me alivia que no siga intentando apropiarse de mi
mente. Aunque algo me dice que volverá a intentarlo, conseguirá los nombres,
direcciones, todo. Ojalá hubiera alguna manera de avisar a mi madre. Entonces
me acuerdo del celular.
- Sí, no valgo gran cosa. ¿Por qué no dejas que me vaya?
Mientras hablo, meto la mano en el bolsillo de la chaqueta. Tanteo
la tecla número dos y la pulso. Ya está llamando. Rezo para que el Alas Negras
no lo escuche. Aprieto el altavoz.
- Sólo quiero hablar contigo – dice amablemente
- ¿Hola? – contesta mi madre
- No temas – dice él y se acerca más – no es mi deseo hacerte
daño
- ¿Mar? – dice mi madre a lo lejos - ¿eres tú?
Tengo que hacerle llegar el mensaje: No vengas a salvarme. Porque no hay manera de que ella pueda
enfrentarse a un ángel y ganar.
- Yo sólo quiero irme de aquí – digo tan alto y claro como
puedo, sin despertar las sospechas del ángel – vete y no vuelvas nunca
Avanza otro paso y de repente estoy dentro del radio de su
gloria oscura. Siento lo más duro de su tristeza, un dolor crudo y profundo que
se me incrusta en el pecho.
- Tienes el hombro dislocado – dice – no lo muevas
Sus dedos fríos y duros me cogen por la muñeca antes de que
me dé cuenta y se oye un ruido seco y grito. No dejo de gritar hasta que me
quedo sin voz. Un muro gris se expande ante mis ojos, los brazos del ángel me
rodean. Me recibe en su pecho cuando me desplomo.
- Ya está, ya pasó – dice, acariciando mi pelo
Cuando recupero la conciencia, lentamente me doy cuenta de
dos cosas. Primero, el dolor del brazo casi ha desaparecido. Y segundo, estoy
abrazada a un Alas Negras. Lo peor es que puedo percibir sus pensamientos,
siento su interés creciente en mí. Piensa que soy una niña hermosa, le recuerdo
a alguien. Mi olor le resulta agradable, y diosa, puede oler a una diosa en mí,
y la desea. Me desea, me hará suya, una vez más, piensa. La ira irrumpiendo en
la lujuria. Me pongo tiesa en sus brazos.
- No temas – vuelve a decir
- No – apoyo una mano en su pecho y empujo con todas mis
fuerzas
No consigo que se mueva y en cambio me hace descender hasta
el suelo rocoso. Lo golpeo inútilmente con los puños, grito.
- No vale la pena, pajarito
Me recorre el cuello con sus labios y percibo sus
pensamientos. Está completamente solo, está aislado, ya no puede volver atrás. Le
grito en el oído, pero me tapa la boca con una mano, mientras que con la otra
me agarra las muñecas y me coloca las manos sobre mi cabeza, sujetándome.
- Basta ya – ordena
El Alas Negras quita su mano de mi boca. Luego se pone de
pie con un movimiento rápido y me levanta en sus brazos como si fuera una
muñeca de trapo. Hay alguien ahí, una mujer de pelo largo y rojizo. Mi madre
- Hola Meg – la saluda él, como si hubieran quedado para
tomar el té
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