Estamos dentro del auto. Inmediatamente estoy abrumada por una sensación claustrofóbica, como si las paredes nos estuvieran encerrando. Y no ayuda que haya una multitud de personas alrededor nuestro, como sombras, como fantasmas. Afuera, por la ventana, puedo ver que todo está completamente negro, como si estuviéramos pasando a través de un túnel sin fin.
Tengo miedo. Quiero apretar la mano de Thiago, pero no puedo. La gente lo notará. No queremos ser notados, no podemos. Así que me quedo sentada, con la cabeza gacha, ojos mirando el suelo, mi corazón latiendo rápidamente, mientras su miedo se mezcla con el mío. Pero también estoy determinada. Vamos a hacer esto, esa tarea imposible que recae ante nosotros. Vamos a rescatar a Ángela.
Y estoy agradecida, en ese momento, que Thiago esté conmigo. Él está aquí. Mi compañero. Mi mejor amigo. No tengo que hacer esto sola.
El tren se detiene dos veces, y a la tercera, Sam se mueve hacia la puerta. Me mira, haciendo una señal, y sale. Thiago y yo nos ponemos de pie y nos movemos entre la gente, mientras los sentimientos de odio, amor perdido, resentimiento, infidelidad, llena mi corazón. Luego estamos sobre una plataforma, y puedo respirar de nuevo. Sam está a unos cuantos pasos, ya perdiendo su humanidad; es más alto y más amenazador, de color gris.
El lugar es la misma ciudad donde vivimos, solo que llena de colores grises al igual que la gente; gente de color gris, violenta, y llena de pena.
Sam empieza a caminar por una calle. Esperamos unos segundos antes de seguirlo. La calle no tiene ningún carro, nadie está conduciendo, pero la masa de personas en la acera balancea esta situación. Sólo hay un auto negro en una esquina. Mientras nos acercamos, el conductor sale y cruza para abrirle la puerta a Sam. Muerdo mi labio cuando me doy cuenta que el conductor no tiene ojos ni boca, solo una expansión de su piel de nariz a mentón.
—Estoy llevando a éstos dos para que sean marcados por Asael —le dice Sam.
El conductor asiente.
Siento la ola de ansiedad de Thiago al escuchar el nombre de Asael. Esta podría ser una trampa, y podríamos estar caminando directo a ella. Pero, nos arriesgamos, entrando al auto.
El conductor se detiene en una tienda de tatuajes. Sale del auto y nos abre la puerta para que nosotros salgamos. Me quedo sin aliento.
Sam nos empuja hacia el edificio, luego abre la puerta y la sostiene mientras entramos. Todo es blanco y negro, desde el sofá hasta las paredes. El suelo está sucio y todo se ve escalofriante. Nos quedamos un momento en la sala de espera. Luego, se escucha un grito proveniente de alguna parte del edificio.
Un hombre aparece, uno pequeño, delgado con la cabeza rapada. Un ángel, pienso, aunque no como uno que haya visto antes.
—Sam —dice, inclinando su cabeza como en una especie de devoción.
—Koka —lo saluda Sam.
—¿A qué debemos este honor?
—He traído a éstos dos para mi hermano. Son de los caídos. Creo que los encontrará increíbles.
—¿Por qué te detuviste aquí? ¿Por qué no directamente al maestro?
—Pensé que lo complacería el que sean marcados primero —dice Sam—. ¿Puedes darles una cita ahora? Espero presentárselos a Asael pronto.
—¿Qué es ahora? —responde Koka, sonriendo—. Tráelos más tarde. ¿Tendremos que quebrarlos?
—No —dice Sam—. Ya lo he hecho. No deberían ofrecer ninguna resistencia.
Seguimos a Koka hacia un corredor estrecho, hacia una pequeña habitación. Hay una persona reclinada en una gran silla, con un hombre, inclinado sobre ella. Desde este ángulo no puedo ver su rostro, sólo sus manos mientras aprietan los brazos de la silla.
Está usando esmalte negro, pero me imagino que en la tierra eso sería color morado.
Thiago y yo nos quedamos sin aliento al mismo tiempo. Koka nos inserta más en la habitación, y desearía poder sostener la mano de Thiago mientras el desprecio de Ángela me golpea. El chico está tatuándole algo a un lado de su cuello. Ella está usando una camisa casi del mismo color que su pálida piel, y jeans sucios, sin zapatos. Su cabello está atado en un nudo suelto, con ojeras tan grandes que casi obstruyen sus ojos. Su brazo derecho está completamente cubierto de palabras, algunas fáciles de leer, otras indescifrables.
Celosa, leo en su antebrazo. Mala amiga. Descuidada.
Egoísta, leo en la curva de su codo.
Perra, en el pequeño espacio donde su brazo se conecta con su hombro.
Le mentí a mi madre, a mis amigos, empecé un rumor, escondí la verdad, por su brazo.
—Siéntense —nos comanda Sam, y obedientemente lo hacemos en un par de sillas desplegables contra la pared.
Intento mantener mis ojos bajos, pero una parte de mí no puede apartar la mirada de Ángela.
—Desmond, te hemos traído unos nuevos clientes —dice Koka.
—Justo estoy terminando acá.
Mala madre, es el tatuaje que le están haciendo en su cuello.
—Una mala madre —remarca Sam—. ¿Quién es el de la mala suerte?
—Creo que Camilo. Pensé que no tenía la capacidad de ser padre, pero dicen que él lo es. Asael la manda a ella aquí cada vez que no lo complace, lo que es usual.
Ángela toma un gran respiro, y suelta un pequeño sollozo, lo que provoca que mueva su cuello y malogre el progreso de Desmond. Sin pensarlo dos veces, él la golpea, fuerte, en su cara. Tengo que morderme el labio para evitar llorar. Ella se desliza en la silla, cierra sus ojos. Lágrimas grises se deslizan por sus mejillas mientras él termina la palabra.
—Me gustaría escoger el diseño para la chica —dice Sam—. ¿Me mostrarías tu libro?
—Sí. Por aquí —dice Koka.
Sam sigue a Koka fuera de la habitación, para elegir mi tatuaje. Sin duda no será una hermosa mariposa en mi cadera.
Desmond se acerca a mí y me fuerzo a mirar al suelo mientras inspecciona mi rostro.
—Hermosa piel —dice—. No puedo esperar trabajar en ti.
Luego, se quita sus guantes, los lanza hacia una esquina, se estira y se suena la nariz.
—Necesito refrescarme —dice.
Y con eso, sale, sacando una bolsa con pastillas, probablemente droga.
—Tienes tal vez como cinco minutos para hacer tu escape —dice la voz de Sam en mi cabeza, ahora que estamos solos con Ángela—. Regresa a la estación del tren y toma el que va hacia el norte. Apresúrese. En pocos minutos todo el infierno estará detrás de ustedes, incluyéndome. Y recuerda lo que te dije. No hables con nadie. Sólo ve. Ahora.
Thiago y yo nos colocamos al lado de Ángela.
—¡Angie, Angie, ponte de pie!
Ella abre sus ojos, los trazos negros de lágrimas aún en sus mejillas. Frunce el ceño mientras me mira, como no recordara mi nombre.
—Mar —digo—. Soy Mar. Tú eres Ángela. Este es Thiago. Tenemos que irnos.
—Oh, Mar —dice—. Siempre fuiste tan hermosa. Estoy siendo castigada, ya sabes.
—Ya no. Vayámonos.
Jalo su brazo, pero ella se resiste.
—Los he perdido —susurra.
—Angie, por favor…
—Camilo no me quiere. Mi mamá sí, pero ella también está perdida.
—Joaco te ama —dice Thiago.
Ella alza la mirada hacia él, con ojos angustiados.
—Lo dejé para que ustedes lo encontraran. ¿Lo encontraron?
—Sí —dice él—. Lo encontramos. Está a salvo.
—Está mejor así —dice ella.
Su mano se dirige hacia su cuello, donde acaba de tatuarse, Mala madre. Cojo su mano y siento su pena. Nadie la ama, nunca podrá volver.
—Sí puedes —susurro en su mente—. Ven con nosotros.
—¿Cuál es el punto? Se ha terminado —dice—. Está todo perdido.
En ese instante sé que su alma está herida. Nunca se despertará de este trance, no así. Nunca acordará venir con nosotros. Vinimos aquí para nada. Nadie me ama, piensa.
No, no dejaré que esto suceda, no de nuevo. Así que la cojo de los hombros y la fuerzo a mirarme.
—Ángela, te amo, por el amor de dios. ¿Crees que vendría hasta acá, al maldito infierno, para rescatarte si no te amara? Te amo, Joaco te ama, y él te necesita. Angie, necesita a su mamá y no tenemos más tiempo por perder para que sientas lástima. ¡Ahora ponte de pie! —le comando y en ese preciso momento, le mando una explosión de gloria directamente a su cuerpo.
Ángela salta apenas, luego parpadea, aturdida, como si le hubiese lanzado un vaso de agua en su cara. Me mira a mí y a Thiago una y otra vez, sus ojos ampliándose.
—Ángela —susurro—, ¿estás bien? Di algo.
Sus labios se curvan lentamente en una sonrisa.
—Diablos —dice—, ¿quién murió y te convirtió en jefa?
La miramos. Se pone de pie de un salto.
—Vayámonos.
No hay tiempo para celebrar. Nos deslizamos en el pasillo, de nuevo a la sala de espera desierta. Nos lleva dos segundos salir hacia la calle, manteniéndonos juntos, Thiago guiándonos hacia el norte, hacia la estación de tren. Cuando estamos a una cuadra de distancia, empezamos a movernos más rápido. Sólo una cuadra y estaremos a salvo. Por supuesto que sé que esto no ha terminado. Salir de aquí es solo el primer paso. Pero al menos estaremos vivos.
Pero luego veo la pizzería.
Me detengo tan de pronto que Ángela se golpea contra mí. Thiago chilla mientras me aferro a su brazo. Las almas grises se empujan a nuestro alrededor, aullando, gritando, pero yo me quedo por un minuto con mis pies plantados y miro al otro lado de la calle, el edificio donde mi hermano solía trabajar.
—No me digas que quieres una pizza en este momento —dice Ángela.
—¿Mar? —dice Thiago.
Me salgo de nuestro contacto hacia la calle vacía.
—Mar, Stefano no está ahí. Regresa a la acera —dice Thiago con urgencia.
—¿Cómo lo sabes? —Tengo una sensación horrible, una picazón en mi estómago.
—Porque él no está muerto, no pertenece aquí.
—No estamos muertos. Ángela no lo estaba —digo, y tomo otro paso, jalándolos hacia la calle conmigo.
—Tenemos que irnos —dice Thiago, mirando hacia la estación—. No podemos salirnos del plan ahora.
—Tengo que revisar —digo y luego suelto sus manos.
—¡Mar, no!
Pero estoy yendo. Las emociones de las almas me golpean, ahora que no tengo la fuerza de Thiago a mi lado, pero rechino mis dientes y camino rápidamente al otro lado de la calle. Hacia la pizzería. Cada paso me acerca a la ventana principal, que tiene una grieta horizontal y larga sobre el vidrio, como si fuera a colapsar en cualquier momento. Pero a través de ésta, veo a Stefano, con la cabeza gacha, un secador en su mano, limpiando la mesa en círculos ausentes.
Es peor de lo que pensaba.
Mi hermano está en el infierno.
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