domingo, 4 de mayo de 2014

Sin Límites: Seis II

No hablamos mientras lo llevo a casa. Lo ayudo a subir las escaleras hacia su habitación. Lo guío hacia su cama.
—No necesitas cuidar de mí —protesta mientras lo cubro con las sábanas y me siento a su lado—. Fui estúpido. Sólo quería escapar por un minuto. Pensé…
—Cállate —le digo gentilmente.
Le quito la camisa y la lanzo a la esquina, luego voy a su mini refrigeradora y le llevo una botella de agua.
—Toma. —Él sacude su cabeza—. Toma —insisto.
Se toma casi toda la botella, luego me la entrega.
—Recuéstate —le digo.
Él se estrecha en la cama, y yo me encargo de quitarle sus zapatos y medias. Él se queda mirando el techo por un minuto.
—Deberías dormir —le digo.
Retiro el cabello de su rostro, mis dedos colgando cerca de su cabeza. Él cierra los ojos. Muevo mis manos a su frente y llamo a la gloria hacia mis dedos, mientras éstos mandan un poco de energía a Thiago.
Sus ojos se abren.
—¿Qué acabas de hacer? —pregunta.
—¿Tu cabeza se siente mejor?
Parpadea unas cuantas veces.
—El dolor se ha ido —susurra—. Se ha ido por completo.
—Bien. Ahora anda a dormir —le digo.
—Sabes, Mar —suspira, mientras me pongo de pie—, deberías ser doctora.
Cierro la puerta detrás de mí, luego me tomo un minuto para recostarme contra la pared y recuperar el aliento.
***
Ángela no se presenta a la clase que llevo con ella. Tampoco presenta su tarea. Lo que significa, de acuerdo a las reglas del sílabo, que no aprobará el curso.
La idea manda un escalofrío sobre mi cuerpo. Ángela, una estudiante con excelentes notas, amante de lo poético, va a reprobar su primer curso o materia de poesía en la universidad.
Tengo que encontrarla. Hablarle. Ahora mismo. Haré lo que sea necesario.
—¿Sabes dónde está Ángela? —le pregunto a su compañera de habitación apenas termina la clase.
—Estaba en la habitación, la última vez que la vi —me dice—. ¿Por qué? ¿Sucede algo?
Sin decir nada, me alejo y me dirijo hacia nuestro edificio. Pero, me detengo cuando estoy al frente, porque un cuervo está situado encima de mi bicicleta de nuevo.
—¿No tienes un lugar mejor en el que estar? —le pregunto.
Sin respuesta, excepto que salta de una bicicleta a la otra.
—Aléjate —digo, moviendo mis brazos—. Sal de aquí.
Inclina su cabeza, pero no se mueve.
Me acerco y me quedo justo en frente. Podría tocarlo si quisiera, pero no se inmuta. Me mira calmadamente y es ahí cuando sé, o tal vez siempre lo supe y no quise admitirlo, que no es un cuervo normal. No es un ave. Puedo sentirlo, esa clase particular de tristeza que conozco tan bien. Puedo escuchar esa música triste, la forma en que solía escucharla el año pasado, una melodía que dice que esa persona está sola.
No estaba siendo paranoica, es Samjeeza.
Retrocedo un paso.
—¿Qué haces aquí? —susurro—. ¿Qué quieres? Si estás aquí para matarme, entonces hazlo —agrego—. De otra forma, tengo cosas qué hacer.
El ave se mueve y luego, sin advertencia, se va. Vuela hacia mí, rozando mi mejilla y se dirige hacia arriba, hacia el cielo nublado.
***
De pie, fuera de la habitación de Ángela, intento llamarla de nuevo, mientras escucho su celular sonar. Está adentro, es un milagro.
Golpeo la puerta.
—Vamos, Angie. Sé que estás ahí.
Ella abre la puerta y yo hago mi camino hacia adentro antes que proteste. Una mirada rápida alrededor revela que las compañeras de habitación no están aquí. Lo que es bueno, porque está por ponerse feo.
—De acuerdo, ¿qué está sucediendo contigo? —le demando.
—¿Qué quieres decir?
—¿Qué quieres decir, qué quiero decir? —chillo—. Has estado rara. Todos han estado hablando sobre su relación con Piero. Por Dios, es el Psicólogo….
Me da una mirada de sorpresa y cierra la puerta detrás de mí, le echa pestillo.
—Sé quién es —dice, dándome la espalda—. Y sí, estamos juntos. Involucrados, si eso funciona mejor para ti.
Mi boca se abre de golpe.
Ángela coloca una mano en su cadera. Noto que está usando ropa ancha y grande, desordenada, ligera. Su cabello está suelto, cae largo por su espalda, no tiene zapatos ni medias ni tampoco maquillaje por ningún lado. Tiene ojeras también.
—¿Estás bien? —pregunto.
—Estoy bien. Cansada, eso es todo. Estuve despierta toda la noche trabajando en mi ensayo.
—Pero no fuiste a la clase…
—Me dieron la oportunidad de presentarlo después —explica—. Las cosas han estado locas últimamente, y he estado tan llena de cosas que me he quedado atrás. Me paso toda la semana intentando actualizarme con todo.
La miro y sé que está mintiendo. ¿Pero por qué?
—¿Estás bien? —pregunta—. Te ves algo aturdida.
—Bueno, veamos. Mi papá se presentó diciendo que quiere entrenarme a usar una espada de gloria, porque aparentemente voy a tener que luchar en algún momento de mi vida. Y sí, estoy teniendo una visión donde alguien está intentando matarme, lo que funciona bien con la teoría de mi padre. Y eso no es todo. Thiago está teniendo la misma visión, excepto que él no me ve sosteniendo la espalda. Él me ve débil y cubierta de sangre. Así que tal vez voy a morir.
Me mira con horror.
—Eso es lo que sucede cuando no devuelves mis llamadas —digo—. Ah, y volví a ver al ave de nuevo, y sentí tristeza esta vez. Definitivamente es Sam.
Se inclina contra el marco de la puerta como si todo esto la hubiese dejado sin aliento.
—¿Sam? ¿Estás segura?
—Sí. Muy segura.
Hay un destello de sudor en su frente.
—Oye, no quise asustarte —digo—. Quiero decir, no es bueno pero…
—Mar… —se detiene y presiona su mano contra su boca, inhala profundamente, cierra sus ojos por un minuto. Y se pone pálida.
—¿Estás…enferma?
Nunca he estado enferma, realmente enferma. Nunca he tenido un resfrío, o fiebre, nunca he sido envenenada con la comida, nunca he tenido una infección de oído o dolor de garganta. Y Ángela tampoco. Los ángeles de sangre no se enferman.
Ella sacude su cabeza, cierra sus ojos.
—¿Angie, qué sucede? Deja de decir que todo está bien y suéltalo.
Abre su boca para decir algo, pero de pronto gruñe y corre hacia el baño, donde escucho el inconfundible sonido de vómito.
Me inserto en el baño y la encuentro arrodillada en frente del inodoro, temblando y aferrándose a los lados.
—¿Estás bien? —pregunto con suavidad.
Ella ríe, luego se levanta, coge un puñado de papel y se suena la nariz.
—No, definitivamente no estoy bien. Ay, Mar, ¿no es obvio? —Se aparta el pelo de la cara y me mira con ojos brillantes—. Estoy embarazada.
—Estás…
—Embarazada —dice de nuevo, la palabra haciendo eco.
Sale del baño y regresa a la habitación.
—Estás… —intento de nuevo, siguiéndola.
—Golpeada. Sí. Un bollo en el horno. Embarazada. Con niño. Esperando.
Se sienta en la cama, estrecha su espalda y se alza la panza.
Me quedo mirando su panza. No es grande, no lo suficiente para darme cuenta si no lo hubiese dicho, pero está gentilmente redonda. Hay una línea negra invisible que se estrecha desde su ombligo. Alza la mirada y me mira con ojos tristes y siento en ese momento que está a un paso de llorar.
—Así qué… —dice suavemente—, ahora lo sabes.
—Ay, Angie… —Sigo sacudiendo mi cabeza, porque no hay forma que esto pueda ser verdad.
—Ya he hablado con la doctora de la universidad, y con tres o cuatro personas en administración. Voy a ver si puedo continuar aquí hasta después de las vacaciones de invierno, y luego ausentarme. Me dicen que no será problema. Stanford estará ahí cuando decida regresar; esa es la política cuando se trata de esta clase de situaciones. Regresaré a casa con mi mamá.
—¿Por qué no me lo dijiste —digo casi sin aliento.
Baja su cabeza, recuesta su mano en su panza.
—Supongo que no quería decirte porque no quería que me vieras como lo estás haciendo ahora. Contarle a las personas lo hace real.
—¿Quién es el padre? —pregunto.
Su expresión se suaviza.
—Piero. Tuvimos esta noche hace un par de meses, sólo algo que sucedió y desde entonces, tuvimos nuestros encuentros.
Está mintiendo, puedo sentirlo.
—¿Crees que la gente se va a creer eso? —pregunto.
—¿Por qué no? —pregunta con dureza—. Es la verdad.
Suspiro.
—En principio, Angie, realmente no puedes mentirme. Soy empática. Y segundo, incluso si no fuera por eso, Piero es el psicólogo.
—¿Qué tiene que ver eso? —Ya no me está mirando.
—Que él sabe bastante de medicina, sabe cómo cuidarse….
Ángela se baja la blusa.
—Sal —dice, casi como un susurro.
—Angie, espera.
Se pone de pie y cruza hacia la puerta, la abre para mí.
—No necesito esto de ti ahora mismo.
—Angie, sólo quiero ayu…
—Suena a que tienes un montón de cosas de las qué preocuparte —dice, sin mirarme todavía.
—¿Y tu propósito? —digo—. ¿Qué hay sobre el Siete es Nuestro y el chico del traje gris?
—No hables sobre ello —dice con fuerza, con los dientes apretados.
Luego cierra la puerta en mi cara.

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