domingo, 4 de mayo de 2014

Sin Límites: Uno

Bienvenida a la granja 

—¿Cómo estás, Mar?
Regreso a mi habitación, una pila de viejas revistas colocadas por mis pies, las que debo haber botado cuando la visión me golpeó. Mi respiración aún está congelada en mis pulmones; mis músculos tensos, como si estuvieran preparándome para correr. La luz brillando a través de la ventana hace doler mis ojos. Parpadeo ante Emi, quién se inclina contra el marco de la puerta de mi habitación y me ofrece una sonrisa.
—¿Qué sucede? —pregunta, cuando no respondo. — ¿Visiones?
—¿Cómo lo sabes?
—Yo también las tengo. Además, he estado saliendo con personas que tienen visiones toda mi vida. Reconozco la expresión.
Me sostiene por los hombros y se sienta a mi lado, al borde de la cama. Esperamos hasta que mi respiración se silencia.
—¿Quieres hablar al respecto? —pregunta.
—No hay mucho todavía —digo.
He estado teniendo esta visión todo el verano, desde Italia con Ángela. Hasta ahora, no ha habido más que la oscuridad, terror y un extraño piso inclinado.
Después del funeral de mamá, Stefano se fue de la casa, al igual que papá. Ángela decidió invitarme a Italia por el verano, para alejarme del dolor. Ahora que estamos de regreso, nos espera Stanford, aquella universidad donde se cumplirá la visión de Ángela. Mi amiga ha estado teniendo visiones de un hombre, que parece mayor, pero no puede saber quién es porque está de espaldas. Sin embargo, yo he estado más preocupada que ella al respecto porque ella estuvo casi todo el verano enamorada de un chico que terminó siendo un ángel. Ella siempre lo supo y nunca me lo contó, y cuando me enteré y lo conocí, algo me dijo que él no era de fiar; a veces pienso que es un ángel caído.
—Puedes contarme si quieres —dice Emi, interrumpiendo mis pensamientos. —Si crees que ayudará a que ello aligere tu pecho. Pero las visiones son personales, en mi opinión.
— ¿Cómo lo haces? ¿Cómo sigues con tu vida normal cuando sabes que algo malo sucederá?
Hay un dolor en su sonrisa. Coloca su cálida mano sobre la mía.
—Aprendes a encontrar tu felicidad —dice—. Intentas dejar de preocuparte sobre cosas que no puedes controlar.
—Es más fácil decirlo que hacerlo —suspiro.
—Requiere práctica.
Golpea suavemente una mano en mi hombro y lo sacude.
—¿Ya estás bien? ¿Lista para levantarte?
—Sí, señora —digo, sonriendo débilmente.
—De acuerdo, entonces, empieza a trabajar.
Termino de empacar, cosa que estaba haciendo antes que la visión aparezca, y Emi coge una cinta adhesiva para empezar a sellar las últimas cajas.
—Sabes, yo ayudé a tu madre a empacar para ir a Stanford, en ese entonces, 1963. Éramos compañeras de habitación, viviendo en San Luis de Obispo, una pequeña casa en la playa.
Voy a extrañar a Emi. La mayoría de veces que la veo, no puedo evitar ver a mi mamá, no porque las dos se parezcan, sino porque, siendo la mejor amiga de mamá por los últimos cien años, Emi tiene un millón de recuerdos como este sobre Stanford, historias graciosas y tristes, tiempos donde mi mamá tenía un mal corte de pelo o cuando incendió la cocina, o cuando eran enfermeras en la Primera Guerra Mundial y mamá salvó la vida de un hombre. Es como si, por esos pequeños minutos, mamá estuviera viva de nuevo.
—Puedes volver a casa cuando quieras —dice Emi, cuando hemos terminado—. Recuerda eso. Esta es tu casa. Sólo llama y dime que estás en camino y yo vendré a poner nuevas sábanas en la cama.
Golpea afectuosamente mi mano y luego baja al primer piso a colocar las cajas en su auto. Ella también estará conduciendo a California mañana, con la mamá de Ángela, y yo la seguiré con mi auto.
Salgo de mi habitación. La casa está silenciosa, pero también parece tener algo de energía, como si estuviera llena de fantasmas. Me quedo mirando la puerta de Stefano. Él debería de estar aquí. Debería haber empezado el colegio. Debería estar jugando fútbol y tomando su asqueroso batido de proteínas, debería estar botando toneladas de medias sucias. Lo extraño.
El timbre de la puerta principal suena.
—¿Esperabas compañía? —me llama Emi.
—No —grito de regreso—. ¿Quién es?
—Es para ti —dice.
Bajo al primer piso.
—Oh, dios —dice Cande cuando abro—. Tenía miedo de haber llegado tarde.
Instintivamente miró alrededor, en busca de Peter, mi corazón haciendo un estúpido pequeño baile.
—Él no está aquí —Cande dice gentilmente—. Él, eh…
No quiere verme.
Intento sonreír mientras algo en mi pecho se sacude con dolor. Claro, pienso. ¿Por qué querría verme? Hemos terminado. Está continuando con su vida.
Me obligo a enfocarme en Cande. Está apretando una caja de cartón contra su pecho como si tuviera miedo que pueda alejarme de ella. Cambia el peso de un pie al otro.
—¿Qué tal? —pregunto.
—Tengo unas cuantas cosas tuyas —dice—. Mañana me voy a la universidad y yo…yo pensé que las querrías.
—Gracias. Yo también me voy mañana —le digo.
Sonrío y cojo la caja. Ella me devuelve la sonrisa tímidamente, y me entrega la caja. Adentro hay un par de DVD´s, revistas, mi copia de Academia de Vampiros, y otros libros, un par de zapatos de vestir que le presté para la fiesta de promoción.
—¿Cómo estuvo Italia? —pregunta, mientras coloco la caja al lado de la puerta—. Me llegó tu postal.
—Era hermosa.
—No lo dudo —dice—. Siempre he querido ir a Europa. Quiero ver Londres, París, Viena… —sonríe—. Oye, ¿qué te parece si me muestras tus fotos? Me gustaría verlas. Si tienes tiempo.
—Claro.
Corro a mi habitación para coger mi laptop, luego me siento con ella en el sofá de la sala de estar, y le enseño las fotos de este verano.
—Así que eso fue Italia —digo, cuando terminamos—. Subí como cuatro kilos comiendo pasta.
—Bueno, antes estabas muy flaca —dice Cande.
—Gracias.
—Odio ser la que arruina la fiesta, pero debo irme. Tengo un montón de cosas que hacer en casa antes de mañana.
Nos ponemos de pie y yo me volteo hacia ella, inmediatamente aturdida ante la idea de decirle adiós.
—Vas a hacerlo genial en Washington y te divertirás de todas formas, pero te voy a extrañarte mucho —digo.
—Bueno, nos veremos cuando tengamos vacaciones, ¿verdad? Siempre puedes escribirme correos, ya sabes. No seas una extraña.
—No lo seré. Lo prometo.
Me abraza.
—Adiós Mar —susurra—. Cuídate.
Cuando se ha ido, cojo la caja y la llevo a mi habitación, y cierro la puerta. Saco todas las cosas de la caja. Ahí están, además de las cosas que le presté a Cande, encuentro unos objetos de Peter: una cuerda para pescar que le compré, una flor silvestre a presión de uno de las coronas que solía hacerme para mi pelo, un CD con canciones mezcladas que le hice el año pasado, lleno de canciones de vaqueros y sobre volar y sobre amor, que él escuchó un montón de veces aunque debió haber pensado que era cursi. Me lo está devolviendo todo. Odio lo mucho que esto me duele, lo mucho que aún recuerdo lo que tuvimos, así que cuidadosamente coloco todas las cosas de nuevo en la caja, y la sello con cinta adhesiva, antes de deslizarla en las sombras, en la parte de atrás de mi armario. Y le digo adiós.

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