domingo, 4 de mayo de 2014

Sin Límites: Trece I

Abandonar toda esperanza

Cuando llegamos a nuestro destino, encontramos la puerta de la casa de Ángela, abierta. Thiago y yo saltamos, llenos de nerviosismo. Thiago abre la puerta lo suficiente para que nosotros pasemos, y nos insertamos a la sala. La habitación está vacía. Él se toma un minuto para inspeccionar la puerta, pero no hay nada que sugiera violencia.
Cruzo la sala hacia una cortina roja que separa la parte frontal de la casa del resto, y la hago a un lado. Las luces están apagadas.
Arriba hay un sonido de una voz apagada, como una silla arañando el suelo.
Miró dubitativamente a Thiago, como diciendo: ¿Qué debemos hacer?
Él hace un gesto con su cabeza hacia la esquina de atrás, donde hay una escalera que va hacia el segundo piso. Las subimos lentamente, con cuidado de no hacer ningún sonido. En lo alto, nos detenemos y escuchamos. La puerta está cerrada, y se ve una línea de luz brillando debajo.
Abro mi mente. Por un minuto bajo mis defensas y siento la pena, un dolor profundamente penetrante, tan fuerte que me hace jadear por aire. Me inclino contra la pared e intento buscar entre el dolor, para buscar la fuente, pero todo lo que obtengo es la imagen del cuerpo de una mujer boca abajo en el agua, su cabello oscuro esparcido alrededor de su cabeza. Él ángel no es Sam, lo sé. Su pena es distinta, tiene que ver más con la ira. Tiene un deseo de destruir.
Hay un Alas Negras —le digo a Thiago silenciosamente—. Pena de Grado A. Es todo lo que puedo obtener. ¿Tú? ¿Puedes descifrar el pensamiento de alguien más?
Hay al menos siete personas en esa habitación. Es difícil de sacar algo.
—Te dije que no eres bienvenido aquí —una voz dice de pronto, baja y asustada—. Quiero que te vayas.
—Vamos, Ana —responde otra voz, un hombre mayor parece—. ¿Es así cómo tratas a un viejo amigo?
—Nunca fuiste mi amigo —dice Ana—. Fuiste un error. Un pecado.
—Oh, un pecado —dice—. Estoy dolido.
—Te odio. En nombre de Jesucristo, ¡fuera de aquí!
—No seas dramática. Esto no se trata de ti.
—¿Entonces, de quién? —dice Ángela—. ¿Qué quieres?
—Hemos venido a ver al bebé —dice.
Thiago y yo intercambiamos miradas. ¿Dónde está Joaquín?
—¿Mi bebé? —repite Ángela —. ¿Por qué?
—Camilo quiere ver al pequeñito, igual que yo. Soy el abuelo, después de todo.
Maldita sea, pienso. Camilo está aquí. Y…¿eso significa que el otro ángel es el padre de Ángela?
—No eres nada de él, Juan Cruz —suelta Ana—. Nada.
Tiemblo. Este es el súper hombre, el chico malo que hará de todo para destruir a los Triplare, el hermano que usurpó a Sam como el líder de los Observadores. Muy peligroso, sin piedad, sin duda. Toma que lo que quiere, y si te ve, y sabe lo que eres, te llevará. Quiero correr, es mi instinto, correr por las escaleras hacia abajo, sin mirar atrás, pero hago fuerza con mis dientes y me quedo donde estoy.
—Él no está aquí —dice Ángela—. Simplemente podrías haber llamado Camilo, y te lo hubiese dicho. No tenías que haber hecho todo este viaje hasta aquí.
Juan Cruz ríe. El sonido hace que mis vellos se ericen.
—Podríamos haber llamado —repite—. ¿Dónde está el bebé, entonces, si es que no está aquí?
—Lo entregué.
—¿Lo entregaste? ¿A quién?
—A una linda familia que escogí en la agencia de adopción, que desesperadamente quería un hijo.
—Mmm. —Pensó Juan Cruz—. Me parece que Camilo estaba bajo la impresión de que conservarías al bebé. ¿No es cierto?
—Sí —responde una vez que no hubiese reconocido como la de Camilo si no lo hubieran nombrado—. Ella me dijo que se la iba a quedar.
—Él —corrige Ángela—. Y cambié de idea, después que fue claro que me ibas a dejar sola en esto. Mira, no soy del tipo maternal, tengo diecinueve años. Estudio en Stanford, tengo una vida. Estar amarrada a un bebé es lo último que quiero hacer. Así que lo entregué a una familia que sí cuidará de él. Así que parece que han perdido su tiempo —agrega—. Y el mío.
Hay un momento de silencio. Luego Juan Cruz empieza a aplaudir, lentamente, y tan fuerte que tiemblo cada vez que sus manos chocan.
—Qué tal teatro —dice—. Eres muy buena actriz, querida.
—Me creas o no —dice ella—, no me importa.
—Revisen la casa —dice Juan Cruz—. Busquen en todos los escondiste. Estoy seguro que el bebé anda por aquí, en algún lugar.
Escucho a personas moviéndose, por el pasillo, y luego el sonido de muebles siendo movidos y vidrios rotos. Ana empieza a susurrar para sí misma, suave y desesperadamente, algo que vagamente reconozco como un Rezo.
Deberíamos de hacer algo —le digo a Thiago.
Él sacude su cabeza.
Ellos son más. Son dos ángeles con experiencia, Mar, y tu padre dijo que no seríamos capaces de vencer ni siquiera a uno.
Muerdo mi labio.
Pero tenemos que ayudar a Ángela.
Sacude su cabeza de nuevo.
Deberíamos de descubrir dónde está Joaco. Eso es lo que Ángela querría que nosotros hiciéramos.
Sacudo mi cabeza.
No podemos dejar a Ángela.
—Él no está aquí. Te lo dije —dice mi amiga.
—Eres mía —dice Juan Cruz con voz dura, empezando a perder la paciencia—. Eres sangre de mi sangre, carne de mi carne, y el bebé también me pertenece. El siete es mío, lo tendré.
—No hay bebé —reporta la voz de una mujer—. Pero hay una cuna en una de las habitaciones.
—Suficiente —dice Juan Cruz—. Dinos donde está.
—Se ha ido —dice Ángela, su voz vacilante—. Lo alejé de aquí.
—¿Dónde? —pregunta Juan Cruz de nuevo, menos paciente—. ¿A dónde lo mandaste?
Ella no responde.
—Ángela —dice Camilo—. Por favor, dile. Sólo dile y te dejará ir.
Juan Cruz hace un sonido de sorpresa en la parte de atrás de su boca.
—Oh, Camilo, realmente te preocupas por ella, ¿verdad? Nunca lo hubiese imaginado, que cuando te mandé a chequear a mi hija perdida en Italia, hubieses perdido tu corazón gris. Pero supongo que entiendo. Ella es joven, ¿verdad? Tan nueva…Así qué —continúa J. Cruz—, haz como te dice tu amor. Dinos dónde está el bebé.
—No.
Suspira.
—Muy buen. No me gusta utilizar esta táctica en particular, pero…Desmond, sostén a su madre por un momento.
Pisadas. Ana deja de rezar mientras es jalada, lejos de Ángela. Luego ella empieza de nuevo.
—Venga a nosotros tu reino. Hágase tu voluntad, en la tierra como en el cielo…
—Amén. Espero que Él te esté escuchando —dice J. Cruz—. Ahora, entonces, dinos lo que queremos saber o tu madre morirá.
Escucho a Ángela respirar profundamente. Lanzo una mirada desesperada a Thiago, mi mente dando vueltas. ¿Qué podemos hacer?
—Es un dilema —dice J. Cruz—. Tu madre o tu hijo. Pero considera esto: si nos dices donde encontrar al infante, prometo que no le haremos daño alguno. Lo criaré como mi propio hijo.
—Sí, bueno, yo soy tu hija —dice Ángela—. Y eso no ha funcionado nada bien.
Él ríe.
—Entonces sé mi hija, como estas dos chicas lo han sido. Te daré una habitación en mi casa, un lugar en mi mesa, a mi lado.
—En el infierno, dirás.
—El infierno no es tan malo. Somos libres ahí. Los ángeles son reyes, y podrías ser una princesa. Y podrás quedarte con tu hijo.
—No lo hagas —dice Ana.
—Ven conmigo y no le haré daño a tu madre, por el resto de su vida —promete J. Cruz.
—No. Recuerda lo que te he enseñado —dice Ana—. No te preocupes por mí. Ellos pueden asesinar mi cuerpo, pero nunca herir mi alma.
—¿Está segura de eso? —pregunta J. Cruz—. Olivia, ven aquí, querida. Tal vez debamos educarla. Esto —se detiene brevemente—, es una clase especial de cuchillo que causa grave daño, tanto al alma como al cuerpo. Si digo la palabra, mi Olivia te cortará tu alma. Creo que ella lo disfrutará.
—No nos dejes caer en la tentación…
—Olivia…
No escucho a Olivia moverse, pero de pronto, Ana da un largo y agonizado llanto.
—Mamá —susurra Ángela, mientras Ana se disuelve en sollozos.
Pruebo mi sangre cuando me muerdo demasiado fuerte mi labio. La mano de Thiago se recuesta en mi brazo, lo suficientemente fuerte para hacerme doler.
No —dice.
Llamaré a la gloria —digo—, y los enfrentaremos, antes de que…
No servirá. Son muy rápidos. Incluso con la sorpresa de nuestro lado, son muchos. Son muy fuertes.
—Y líbranos del mal… —finalmente Ana jadea.
—Olivia, querida…
Ana chilla de nuevo.
—Detente —dice Ángela—. ¡Déjala de hacer daño! —Toma un gran respiro—. Te llevaré a Joaco…al bebé.
—Excelente.
—No, Ángela —ruega Ana débilmente.
—Me tienes que prometer que cuidarán de él, que estará a salvo —dice Ángela.
—Te doy mi palabra —dice J. Cruz—. Ni un cabello de su cabeza será dañado.
—Muy bien. Vayamos, entonces —dice ella.
Thiago empieza a jalarme por las escaleras.
Pero J. Cruz suspira.
—Desearía poder creerte, querida.
—¿Qué? —Mi amiga está confundida.
—No tienes intención de llevarnos donde tu hijo. Odio pensar en la trampa a la que nos llevarás.
—No, juro…
—Me darás lo que quiero. Eventualmente. Unas cuantas horas en el infierno y me estarás dibujando un mapa hacia el niño, creo. —Su voz se endurece—. Muy bien, Olivia. Estoy cansado de jugar.
—¡Espera! —Ángela dice desesperadamente—. Dije que…
Alguien empieza a toser, casi ahogándose.
—¡Mamá! —llora Ángela, luchando contra los brazos de alguien—. ¡Mamá! ¡Mamá!
—Dios me ayude —susurra Ana y cae pesadamente contra el suelo.
Puedo oler su sangre.
—Mamá —llora Ángela—. No.
La realidad de lo que ha sucedido surge dentro de mí. Esperamos demasiado, con miedo de actuar. Dejamos que esto suceda. Dejamos que la asesinen.
—Vamos —dice J. Cruz.

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