domingo, 4 de mayo de 2014

Sin Límites: Tres II

Ese estúpido cuervo está afuera de mi clase, de pie encima de una rama, justo afuera de mi ventana, observándome. Me mira fijamente, con esos ojos amarillos intensos.
Seguramente es una coincidencia, pienso. No es el mismo cuervo. No lo puede ser. Se ve igual, pero…¿cuántos cuervos se ven igual? ¿Qué quiere?
Aléjate, pienso ante el ave. No seas un Ala Negra. Sólo sé una estúpida ave. No quiero lidiar con un Ala Negra ahora mismo.
El cuervo inclina su cabeza, hace su sonido característico y se aleja. Tomo un respiro profundo y lo suelto. Estoy volviéndome paranoica, me digo a mí misma. Es sólo un ave, es solo un ave.
La clase termina e intento alejar aquellos pensamientos mientras me dirijo hacia la Iglesia de la universidad para encontrarme con Ángela. Su mensaje de texto durante la clase diciéndome que era importante encontrarme con ella, me hizo pensar en su visión. ¿Habría descubierto algo más? Al fin y al cabo, su visión sucedería aquí en Stanford.
Cuando llego a la Iglesia e ingreso, me demoro en encontrar a Ángela, perdida entre la multitud de estudiantes reunidos, la mayoría caminando lentamente hacia el frente del santuario. Camino a través de ellos, buscando a mi amiga hasta que la encuentro. Ella está con los otros, caminando dentro de un círculo en lo alto de las escaleras del frente. Algo está recostado en el suelo, como una alfombra enorme, de un azul profundo con patrones blanco en ésta. Ella no me ve. Sus labios están cerrados en concentración y se mueven como si estuviera diciendo algo, pero no escucho ningún sonido además del movimiento de sus pies, el susurro de la ropa mientras la gente camina. Se detiene en medio del círculo, inclina su cabeza por un largo momento y luego empieza de nuevo, caminando lentamente, sus brazos colgando a su lado.
Tomo asiento en la fila del frente y espero, me inclino hacia adelante contra mis rodillas y cierro mis ojos. Tengo un recuerdo repentino de Stefano de pequeño, cuando íbamos a la iglesia, durmiéndose en medio de un sermón. Mamá y yo luchábamos por no reír, pero luego él empezaba a roncar y Mamá lo golpeaba suavemente en las costillas y él se levantaba de un golpe. ¿Qué pasa?, susurraba. Estaba rezando.
Abro mis ojos. Hay alguien a mi lado, poniéndose los zapatos. Es Ángela. Se le ve frustrada y emocionada al mismo tiempo.
—Hola —digo, pero ella hace un gesto hacia la puerta.
La sigo hacia afuera, contenta de recibir el aire fresco, el sol repentino y la briza que mueve las hojas de los árboles.
—Te demoraste en llegar —dice Ángela.
—¿Qué era esa cosa que estaba en el suelo? —pregunto.
—Es un laberinto. Una imitación de uno, al menos. La idea es que el caminar en círculos puede liberar tu mente, así puedes rezar.
Arqueé una ceja.
—Estaba pensando en mi propósito.
—¿Funciona? ¿Tu mente se liberó?
Se encoge de hombro.
—Al principio pensé que no tenía sentido, pero se me ha hecho difícil concentrarme últimamente. —Se aclara la garganta—. Así que lo intenté, y después de un tiempo, obtuve esta claridad increíble. Es raro. Simplemente te llega. Luego descubrí que podía lograr que la visión llegue a mí de esta forma.
—¿Hacer que la visión venga? ¿A propósito?
—Claro que a propósito.
Saber esto instantáneamente hace que tenga ganas de regresar y probarlo. Tal vez obtenga más que un poco de oscuridad. Tal vez descubra mi visión. Pero hay otra parte de mí que tiembla ante la idea de ingresar a la habitación negra voluntariamente.
—Así qué….¿por qué te envié un mensaje? Tengo las palabras —dice Ángela con sus hombros tensos.
La miro. Ella lanza sus manos hacia el aire.
—¡Las palabras! ¡Las palabras! Todo este tiempo, quiero decir, por años, he estado viendo este lugar en mis visiones y ahora se supone que debo decirle algo a alguien, pero nunca me escucho a mí misma diciendo las palabras. Me está volviendo loca, especialmente desde que entré aquí y sé que va a suceder pronto. Se supone que debo ser una mensajera, al menos eso es lo que pensaba, pero no conocía el mensaje, hasta ahora. —Toma un largo respiro, lo suelta. Cierra sus ojos—. Las palabras.
—¿Cuáles son?
Abre sus ojos, sus pupilar brillan.
—El siete es nuestro —dice.
—¿Qué significa eso?
Su cara cae, como si estuviera esperando que yo supiera la respuesta.
—Bueno, sé que el número siete es como el número más significativo de todos.
—¿Por qué hay siete días en la semana?
—Sí. Siete días en la semana. Siete notas en la escala musical. Siete colores en el espectro. Siete es el número de la perfección y la divinidad. Es el número de Dios.
—El número de Dios —repito—. ¿Pero, qué significa eso? ¿El siete es nuestro?
—No lo sé —confiesa, frunciendo el ceño—. He estado considerando que puede ser un objeto de alguna clase. O una fecha, supongo.
—Y le dirás aquella frase al hombre del traje gris —le recuerdo.
—Sí.
—¿Sabes quién es?
Hace un sonido de irritación. Es obvio que no lo sabe.
—Siento que lo reconozco, en la visión, pero él tiene la espalda contra mí. No veo su cara. Pero lo voy a descubrir, obviamente —agrega.

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